Año 1942, Segunda Guerra Mundial, las tropas nazis han invadido la URSS y ocupan Kiev, capital ucraniana. Josif Kordik, dueño de la Panadería Nº 3, almuerza en un restaurante cuando divisa en la vereda del frente a Nikolai Trusevich, arquero del popular Dínamo. La guerra ha obligado a disolver el equipo y sus jugadores se han dispersado. El gigante Trusevich -hambriento y muerto de frío- recién ha salido de un campo de prisioneros y deambula sin saber dónde dormir. La reacción natural del hincha habría sido pedirle un autógrafo al ídolo. Kordik no sólo hace eso: le ofrece trabajo como barrendero. Gracias a Trusevich recluta en su fábrica a una docena de las mayores estrellas del balompié local. Los desesperados cracks reciben comida y techo cuando el país está en ruinas.
Hasta aquí podría ser una historia ejemplar. Pero Kordik no es un tipo misericordioso y aprovecha su poder para crear un equipo personal que entrena en el patio de la panadería. Simpatizantes comunistas, los jugadores deciden que su camiseta sea de un color rojo furioso. Así nace el FC Start, una verdadera selección de Kiev que sin saberlo camina al matadero. “No tenemos armas, pero venceremos en la cancha a los fascistas bajo los colores de nuestra bandera”, proclama el arquero Trusevich antes del primer partido oficial, que juegan con botas de trabajo y overoles recortados.
Los nazis que usaron al fútbol como instrumento de propaganda, quisieron organizar el abortado Mundial de 1942 y dos semanas antes de la caída de Berlín aún se jugaban partidos de Copa. Un equipo de la anexada Austria, el Rapid de Viena, figura como campeón de la temporada 1941 del balompié alemán. En cada país ocupado se organizaron torneos para brindar a la población una falsa sensación de normalidad. Eso sucedió en Ucrania. En la extraña liga creada en 1942 participaron seis cuadros. Cuatro representaban a ejércitos del Eje. El quinto era el Rukh, formado por colaboracionistas locales; el sexto, el FC Start, que en el primer partido aplastó por 7 a 2 a sus compatriotas.
Kordik los había obligado a participar pese al evidente riesgo. La caridad de sus compatriotas les permitió comprar calcetines y pantalones cortos para los siguientes encuentros. Sin querer, el Start se había convertido en símbolo de la resistencia y en un buen negocio. Jugando en un pequeño y atiborrado estadio siguió goleando sin piedad a sus rivales. El 6 de agosto se coronó campeón invicto humillando por 5 a 1 al Flakelf, el invencible seleccionado de la Luftwaffe. Al día siguiente los alemanes tapizaron Kiev con carteles que anunciaban una innecesaria revancha, que se jugaría dos días después. Ese caluroso domingo 9 de agosto, el Estadio Zenit estaba repleto. En la tribuna, oficiales nazis; en las galerías, el pueblo ucraniano custodiado por soldados y mastines. El árbitro advirtió al Start que debía saludar a sus rivales con un sonoro “Heil, Hitler”. En vez de ello, en la cancha los ucranianos se golpearon el pecho y gritaron a la usanza comunista.
El primer tiempo fue un festival de patadas que el arbitro no quiso ver. Trusevich permaneció varios minutos inconsciente luego de ser golpeado en la cabeza y, sin arquero, los germanos abrieron la cuenta. Pese al robo, los de rojo se fueron al descanso venciendo por tres a uno, con dos tantos del goleador Ivan Kuzmenko. Las graderías hervían y el comandante de ocupación Eberhardt era insultado por un verdadero coro popular.
En el entretiempo, un oficial nazi entró al camarín del Start. “Deben comprender las consecuencias de sus actos, si ganan, no queda nadie vivo”, les advirtió. Sin embargo el orgullo fue más fuerte y los rojos vencieron por 5 a 3. El árbitro suspendió el partido después de que Aleksei Klimenko, delantero ucraniano, gambeteó a medio equipo rival, llegó hasta la línea de gol y en vez de anotar se dio vuelta y pateó hacia el centro del campo. La multitud enloqueció.
Extrañamente, el fin de semana siguiente el FC Start volvió a jugar y goleó por 8 a 0 al Rukh. Pero dos días después nueve de sus jugadores fueron detenidos por la Gestapo y acusados de sedición. El volante Nikolai Korotkykh fue ejecutado en el acto: su propia hermana lo había denunciado como espía ruso. Tras semanas de torturas el resto fue enviado al tenebroso campo de concentración de Siretz. Luego de un ataque de partisanos ucranianos se ordenaron fusilamientos selectivos como amedrentamiento. Kuzmenko, Klimenko y el arquero Trusevich fueron ejecutados. Este último murió con su camiseta puesta gritando “¡el deporte rojo nunca morirá!”. Sus cuerpos fueron lanzados a un barranco.
Sólo cuatro miembros del FC Start sobrevivieron hasta la liberación rusa. Lo que vino fue absurdo. Autoridades estalinistas los acusaron de traición por confraternizar con el enemigo y sólo salvaron la vida jurando guardar silencio para siempre. Pero su leyenda crecía en Ucrania y en los años 60 salió a la luz. Tras la caída de la URSS se conoció la verdad. Makar Goncharenko era el único miembro del FC Start que aún vivía y por fin pudo hablar. Poco antes de fallecer en 1996 conversó con el periodista inglés Andy Dougan, autor del libro “Dínamo: Defendiendo el honor de Kiev”. El viejo lateral tenía la película muy clara y no se creía un héroe: “Mis amigos no murieron porque fueran grandes jugadores, murieron como tantos otros porque dos regímenes totalitarios se enfrentaron. Estábamos condenados a ser víctimas de una masacre a gran escala”.
En Ucrania, los jugadores del FC Start hoy son héroes patrios y su ejemplo de coraje se enseña en los colegios. En el estadio Zenit una placa reza “A los jugadores que murieron con la frente en alto ante el invasor nazi”. Y quienes conservan una entrada del partido más triste de la historia tienen asegurado de por vida el pase gratis para alentar al Dínamo de Kiev. En los escalones de la cancha hay un monumento que recuerda a los héroes del Start, el equipo al que nadie venció entre 1941 y 1942. Una foto los recuerda y la leyenda queda grabada en la frase que se lee debajo: “De la rosa sólo nos queda el nombre”.